Cuando una mujer se entera de que va a ser madre, su atención se vuelca inmediatamente hacia el cuidado prenatal. A mediados del embarazo, aproximadamente 20 semanas, los médicos empezarán a hablar con los futuros padres sobre el plan de parto. El plan de parto es un documento que le permite a su equipo médico conocer sus preferencias en cuanto a su parto, entre ellas, su preferencia sobre cómo manejar el dolor durante el parto. Tener sus deseos documentados por escrito en este documento asegura que su proveedor de atención médica entiende sus deseos con respecto al nacimiento de su hijo. Es importante hacer hincapié en que, aunque prepararse para el nacimiento del bebé es sumamente importante, es posible que la nueva mamá no pueda controlar todos los aspectos del parto y nacimiento de su hijo. Algunas veces sucede lo inesperado y es importante que usted sea comprensible y se adapte, en los casos en los que usted se vea forzada a desviarse de su plan de parto original.

En la publicación de hoy de la serie titulada Blind Parenting (La crianza de los hijos por padres ciegos), dos de las asesoras de pares de VisionAware, Maribel Steel y Holly Bonner, comentan sobre sus diferentes planes de parto y cómo sus planes afectaron el nacimiento de sus hijos.

Opciones de parto

Después de desarrollar una aversión a los hospitales como resultado de unas pruebas relacionadas a su retinitis pigmentosa (RP), también conocida como retinitis pigmentaria, Maribel optó por dar a luz a sus tres hijos en la comodidad de su propio hogar. Holly, quien perdió la vista a consecuencia de una afección neurológica debido al cáncer de mama, se vio forzada a dar a luz a sus dos hijas mediante cesárea, ya que los médicos temían que el parto natural podría producir una hemorragia cerebral. Con un total de cinco niños sanos entre ellas dos, Maribel y Holly hablan sobre lo se siente durante un parto natural en casa y un parto vía cesárea en el hospital, siendo ellas madres ciegas.

Como en casa, en ningún sitio – Tres hijos, tres partos en casa

Por Maribel Steel

Una de mis reacciones al quedar embarazada de mi primera hija (hace más de tres décadas) no fue tanto el tener sentimientos encontrados acerca de ser madre por primera vez, sino la preocupación de tener que ir a un hospital. No podía soportar la idea de dar a luz en un lugar que anteriormente lo había percibido como hostil.

Mi fobia a los hospitales se originó a partir de una hospitalización de dos semanas durante mi adolescencia, en donde tuve que someterme a dolorosas pruebas con el fin de averiguar la razón por la cual había perdido misteriosamente tanto la vista. Dos semanas más tarde, mi familia y yo aprendimos dos nuevas palabras que nos conmocionaron grandemente y representaron un gran desafío – el diagnóstico de ceguera inminente. Tenía retinitis pigmentosa. Una vez que salí del hospital, nunca quise regresar, ni siquiera para dar a luz a mis bebés.

Al recibir la noticia sobre el embarazo de nuestra primera bebé a comienzos de mi veintena, mi esposo y yo comenzamos a buscar alternativas de parto. Nos sentimos reconfortados cuando encontramos una solución que podría funcionar: un médico capacitado que apoyaba a las mujeres y a sus parejas en su elección de tener un parto natural en el hogar, mientras que al mismo tiempo la madre era bien atendida con asistencia médica, en caso de que fuera necesario.

Mi médico y su equipo de parteras profesionales impartían clases cada mes sobre “Parto responsable en casa” para capacitar a los nuevos padres sobre el parto natural en el hogar. Mi esposo y yo nos informamos muy bien sobre lo que se puede esperar cuando se tiene un bebé en casa. Por lo que cuando comenzaron los dolores de parto, estábamos emocionalmente preparados y teníamos listo los artículos prácticos que tanto yo como mi bebé podríamos necesitar.

Mi esposo se mantuvo al tanto de mis dolores de parto y los iba anotando en un cuaderno (que aún conservo) y notificamos al médico y a la partera. Durante el proceso de parto, sentí una hermosa sensación de libertad – estar en mi propio medio y estar tan bien atendida por mi equipo de ayudantes.

En casa, se sentía tan natural dar a luz. No tenía miedo y juntos creamos un ambiente tranquilo que llenaba la cálida habitación. El tiempo transcurrió según lo dictó la naturaleza; nuestro médico no estaba apurado y se mantuvo al tanto del progreso de mi parto de forma amable y delicada. En la penumbra de una noche de enero, nuestra bebé nació sin ayuda alguna, aparte de la mano de la Madre Naturaleza que siguió su curso para traer al mundo a una hermosa y saludable niña.

En la comodidad de nuestra habitación, le canté suavemente “Gracia sublime” a mi niña toda la noche y mientras que dormía mis amorosas manos acariciaban su cálido cuerpecito recostado sobre mi pecho.

Sé que tener un parto natural en casa no es para todos, pero amo poder haber experimentado esta delicada forma de traer a un niño al mundo. No solo uno, sino tres de mis bebés han respirado por primera vez en la calidez de nuestro hogar.

Dos cesáreas

Por Holly Bonner

En 2013, a mediados de mi primer embarazo de alto riesgo, mi obstetra consultó con mi neuro-oftalmólogo sobre la necesidad de modificar mi plan de parto. Aunque originalmente había querido tener un parto natural, mi equipo médico temía que los empujes que se requieren durante un parto natural podrían ejercer una inmensa presión sobre mis nervios ópticos, lo cual potencialmente podría ocasionar una hemorragia cerebral significativa. Juntos con mi equipo médico, mi esposo y yo optamos por una cesárea programada a las 39 semanas.

La mañana de mi parto, el hospital estaba bien preparado para mi llegada y para mis avasallantes nervios. Mi obstetra me había informado que se había reunido con todo el personal del hospital encargado de mi cuidado para asegurarse de que me explicarían explícita y verbalmente todo lo que iban a hacer. Como una mujer embarazada que es ciega, el escuchar lo que me estaban haciendo me ayudó. Me hizo sentir como una participante en condiciones de igualdad con los demás en el nacimiento de mi bebé, y no una simple espectadora complaciente. Mi esposo y yo fuimos escoltados a una zona privada del área de triaje, donde monitorearon los latidos del corazón de mi bebé. Mi prueba de detección del estreptococo del grupo B, una bacteria vaginal, había salido positiva, y necesité antibióticos por vía intravenosa antes de dar a luz. Una enfermera empezó el suero intravenoso y yo intenté relajarme.

Unos minutos antes de entrar a la sala de operaciones, mi anestesiólogo se reunió con nosotros para hablar sobre el procedimiento. Me pidió que abriera la boca para examinarme y asegurarse de que no tuviera ningún diente o empaste suelto, en el caso de que necesitara ser intubada. Nos explicó que me aplicaría un bloqueo raquídeo, el cual causaría una sensación de quemazón momentáneamente y luego me anestesiaría desde el esternón hasta los dedos de los pies. Le repetí nuevamente lo sumamente asustada y nerviosa que estaba. El médico inyectó una pequeña dosis de medicamento para la ansiedad directamente en el suero intravenoso y me prometió que se quedaría conmigo durante la duración del procedimiento.

Una enfermera le entregó a mi esposo ropa quirúrgica y le pidió que se la pusiera. El anestesiólogo y dos enfermeras me llevaron a la sala de operaciones. Me dijeron que no se le permitiría a mi esposo entrar a la sala de operaciones hasta que se hubiera completado el bloqueo raquídeo y yo estuviera anestesiada. También me pidieron que me dejara puestas las gafas de sol oscuras. Las salas de operaciones están muy iluminadas y el personal del hospital no quería que yo tuviera ningún malestar adicional en mis ojos debido a mi historial de sensibilidad a la luz.

Al llegar a la sala de operaciones, me colocaron sobre una mesa. Una enfermera me indicó que colgara las piernas hacia un lado de la mesa y que curvara la espalda como un gato asustado. Mi obstetra me tocó la pierna y junto con dos enfermeras, los tres me tomaron de las manos mientras yo esperaba lo que parecía una eternidad. Detrás de mí, el anestesiólogo me colocó la aguja en la espalda para el bloqueo raquídeo. Todo lo que sentí fue un pequeño pinchazo de forma momentánea. Después, como si estuviéramos en algún tipo de carrera, me levantaron las piernas y las pusieron encima de la mesa y me dijeron que me recostara. De repente, ya no sentí nada y aunque sabía que estar anestesiada era el plan, me sorprendí por lo rápido que sucedió.

Podía oír el crujido de un campo quirúrgico grande de papel que me colocaron en frente del vientre. Podía oler un olor ligero a alcohol y peróxido. Una enfermera me explicó que iba a decirme exactamente lo que estaba haciendo para que no me atemorizara por los sonidos abrumadores del ajetreo y ruidos de la sala de operaciones. Primero, me limpió la barriga con un antiséptico. Luego, me informó que iba a insertar un catéter urinario. Por último, me dijeron que me preparara para el sonido de una máquina para cortar pelo y la enfermera me rasuró la zona púbica y el estómago.

Mi anestesiólogo fue muy amable y me acarició el cabello mientras me hacía preguntas sobre mi bebé para distraerme y me prometió que mi esposo llegaría pronto. Fue entonces que oí el abrir de una puerta, y acto seguido escuché la voz de mi esposo. Se sentó al lado de mi cabeza y me empezó a acariciar las mejillas mientras me decía que no me preocupara. El obstetra dijo que estaba “empezando” y que pronto conocería a mi hija.

En cuestión de minutos, anunciaron que el bebé estaba “afuera”, pero no oí llantos. Escuché la silla de mi esposo moverse cuando se paró para ver por qué nuestra hija no lloraba. Entonces escuché a una enfermera decirle firmemente que se sentara. El cordón umbilical de mi bebé estaba enredado en su cuello. Los médicos lo desenredaron con calma. Mi esposo se levantó de nuevo y dijo “se está poniendo rosadita, se está poniendo rosadita”. Fue entonces cuando escuché los llantos de mi bebé. Una enfermera la limpió y me la trajo. “Saluda a mamá” dijo, mientras ponía su mejilla junto a la mía. Recuerdo vagamente besarla y tragar lágrimas de alegría antes de que el anestesiólogo me diera más medicamentos, los cuales me durmieron por completo.

Unas dos horas más tarde me desperté en la sala de recuperación. Se me había subido la presión arterial durante el procedimiento y el anestesiólogo consideró que sería mejor que me durmiese durante el resto del procedimiento. En cuanto pude mover las piernas, me trasladaron a una habitación de hospital regular y pude sostener a mi hija en mis brazos por primera vez.

Estuve en el hospital cinco días antes de que finalmente me dieran el alta. Mi doctor me indicó que usara una banda de compresión abdominal. El ajuste ceñido de la banda abdominal hizo que me fuera más fácil ponerme de pie y sentarme; también ayudó a que la piel abdominal se alzara a medida que empezaba a ponerse firme después del parto. Exactamente una semana después de la cirugía, me quitaron los puntos.

El parto por cesárea se considera una cirugía abdominal importante y puede tomar de seis a ocho semanas para que la persona se recupere completamente. A pesar de que estaba terriblemente adolorida y tenía muchísimo dolor después del procedimiento, me parecía un pequeño precio a pagar por la maravillosa experiencia de tener a mi bebé sana en mis brazos por primera vez. Será por eso que elegí hacerlo una segunda vez cuando dimos la bienvenida a nuestra segunda hija un año después.